Un blog de poesía sencilla y otras cosas para todos aquellos a los que les guste apoyarse, al menos una vez al día, en el alféizar de una ventana a ver pasar la vida.

TREINTA Y CINCO MINUTOS

TREINTA Y CINCO MINUTOS PARA DESAPARECER

El Grito de Munch


Mi cabeza solo repetía una y otra vez aquellas tres malditas palabras. Tengo treinta y cinco minutos. Treinta y cinco minutos, solo tengo treinta y cinco minutos.
Corría arriba y abajo por el pasillo central del aeropuerto sujetando aquella extraña caja decorada con plumas multicolores como si fuera a ahogarla. Tenía la impresión de que todos me miraban y se alejaban de mi como si tuviera una enfermedad infecciosa. Aunque no me extrañaba. Después de cuarenta y ocho horas encerrado tres metros bajo tierra  mi pelo se había vuelto de un extraño color naranja, al igual que mis uñas, y mi tez era tan blanca como la de un fantasma.
Lo decidí sin dudarlo cuando vi a los policías custodiar armados el acceso a la zona de embarque. Dejaría las vísceras en un lugar seguro. Dentro de una semana volvería a por ellas, en la caja emplumada que me había entregado el curandero estarían a buen recaudo.
Me dirigí cauteloso hacía un recodo del pasillo y detrás de la escalera mecánica encontré un lugar apartado para dejarlas. Empujé la caja detrás de una maceta y me dirigí hacia la puerta de embarque sin dejar de mirar hacia atrás.
No fui capaz. No pude dejarla sin más. Mi vida dependía de aquella asquerosa caja. Di la vuelta y la recogí. Sin pensarlo más comencé a caminar hacia la puerta de embarque apretándola contra mi pecho como si quisiera incrustármela dentro.

Recordé cómo me extraían las vísceras una por una, las metían en la caja y me enterraban con ellas. 

Vi los policías que custodiaban el acceso al avión pero no me importó. Mis entrañas viajarían conmigo costase lo que costase. 
Y entonces lo vi, el escáner, y supe de inmediato que jamás subiría a aquel avión y que nunca volvería a casa.
De todas formas tenia que intentarlo. Lentamente me quité los zapatos, el cinturón, las pulseras….Me sentí desnudo. 
Los policías se miraban perplejos. ¡No me extraña! Aquel maldito escáner de última generación mostraba un cuerpo totalmente vacío. Una cáscara sin relleno. 

Me llevaron a una sala blanca y me dijeron que esperase. Aquella puerta no volvió a abrirse para mi. 



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