La calle no eras tú.
A
la una de la tarde sonó la puerta de la calle. Un par de golpes suaves nada más. Estábamos sentadas a la mesa a punto de comer,
hambrientas mi hermana y yo después de una agotadora mañana de colegio. Mi madre se dirigió a la entrada y abrió, a pesar de ir quejándose de que alguien pudiera venir a molestar
a esas horas. Durante unos minutos seguimos concentradas delante de
nuestros platos, sin importarnos para nada quién había llamado. Oímos ruidos de pasos extraños en el pasillo, pisadas fuertes que venían siguiendo a nuestra madre y una voz grave
llenó
nuestros oídos.
Levantamos la cabeza de la comida y vimos a un desconocido bajo el arco de
entrada a la cocina. Mi hermana me agarró la mano y se apretujó contra mi. Era un hombre con muy mala pinta,
me pareció
a mi, incluso sucio, pensé. No hubo palabras tranquilizadoras en nuestros oídos, ni siquiera una mirada de
nuestra madre advirtiéndonos
para que nos comportáramos.
No hizo falta, estábamos
hipnotizadas. Mi madre charlaba con aquel extraño como si lo conociera de toda la vida y él le contaba su historia callejera.
Le puso un plato y cubiertos y le sirvió una copa de vino. No hubo explicaciones, no
se cómo
ni por qué
dos niñas
pequeñas
entendieron e hicieron lo que había que hacer. Mi hermana me soltó la mano y le alcanzó al extraño un pedazo de pan y yo me levanté de la mesa y ayudé a mi madre a cargar en una bolsa
todo lo que sacaba de nuestra despensa. Comió y se fue. Nunca más lo vi. No me acuerdo de su cara, ni de su
nombre, ni de su historia. Solo se que sin palabras aprendí ese día que la comida no solo llena el estómago sino que puede alimentar el
alma hambrienta del que la da y del que la recibe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario